Mujeres y Niños, y la Evolución de la Filosofía
- Federación Mexicana de Filosofía para Niños
- Mar 8, 2024
- 14 min read
Ann Margaret Sharp
Texto obtenido de la revista. Analytic Teaching: Vol. 10 No. 1 (1989).
Publicado: 2014-06-17.
Traducción: Mariana Berenice Balbuena Sánchez
Compartido a la Federación por CECAPFI
Mientras pensaba en lo que les diría esta noche a ustedes, me acordé de mí misma en
mi primer año en una preparatoria católica para niñas. Era primavera y las monjas nos
habían dicho que tendríamos un retiro de cinco días. Los sacerdotes vendrían a darnos
pláticas por las mañanas y las tardes estarían reservadas para la reflexión y lectura. Por
supuesto, sería un retiro en silencio. Nada de hablar por cinco días.
Mis compañeras no estaban muy felices respecto a eso. Cinco días de escuchar a unos
sacerdotes, leyendo en silencio. Pero yo recuerdo estar emocionada. Nunca había
tenido una experiencia así.
“Cada niña deberá traer un libro que leerá y sobre el que reflexionará por las tardes”,
dijo la Hermana. “No todos los libros serán aprobados: debe ser un libro con
sustancia”.
Y volteó a vernos con cara de “¡Ya saben a lo que me refiero!”
Recuerdo haber ido a la biblioteca de la escuela, una habitación muy pequeña, y
preguntarle a la monja a cargo por “un libro con sustancia”. Ella señaló la sección de
teología y dijo: “Cualquiera de los que están ahí, te servirá”.
Mis ojos repasaron los títulos y se quedaron viendo un libro rojo con letras doradas.
Confesiones, de San Agustín. Ya tenía cinco años yendo a confesarme. El pecado era
algo en lo que había pensado mucho (ya que yo era una preadolescente muy
neurótica). “Sería muy interesante saber sobre los pecados de otras personas”, pensé.
“Y lo que piensan acerca de la confesión”. Y saqué el libro.
La Hermana María Jeremías, quien no solo era mi maestra de aula /tutora, sino
también mi profesora de álgebra (y mi heroína, debería añadir), me miró fijamente
cuando llevé el libro para su aprobación un viernes por la mañana.
“Es una lectura pesada”, comentó. Luego añadió: “Adelante, Ann”.
Recuerdo no haber entendido nada de lo que leí las siguientes cinco tardes, pero sí
recuerdo leer con avidez. No sabía nada de San Agustín.
“Fue un hombre que realmente vivió”, pensé para mí misma. Cuando veo en
retrospectiva, me doy cuenta de que no tenía idea sobre el propósito del libro. En
realidad, San Agustín es muy claro en sus razones para escribir sus Confesiones: “Que
yo y cualquiera que las lea se dé cuenta de cuán profundo debe ser nuestro ruego a
Dios”. De alguna manera, mi yo adolescente no entendió la cuestión.
Había un momento entre las 2:00 y las 2:30 de la tarde para hablar con tu consejera
espiritual durante el retiro. La mía era la Hermana María Jeremías. Una mujer alta, de
tez clara, que hablaba con un marcado acento de Brooklyn y tenía el hábito de rechinar
los dientes cuando se molestaba. Esto último pasaba bastante seguido. Un día, pateó
su silla hasta el otro lado del salón en un ataque de furia. Era mi heroína. Solíamos
limpiar la capilla juntas por las tardes. Solo ella y yo. Y conversábamos.
“Hermana, ¿quién es San Agustín?”
“Un filósofo”, dijo ella. “Un gran pensador. Un Padre de la Iglesia”. Y me contó la
historia de Santa Mónica, la juventud de San Agustín y su decisión de convertirse en
sacerdote, y su nombramiento como Obispo de Hipona.
“Me gustaría ser así”, dije.
“No es para niñas, Ann. Solo los hombres son filósofos. Sólo los hombres pueden ser
sacerdotes”.
“Tú eres mujer y enseñas matemáticas”, respondí (yo también había pensado en
convertirme en profesora de matemáticas).
“Yo enseño matemáticas. No es lo mismo que ser matemática. Y podrías enseñar
filosofía, pero las mujeres no se convierten en filósofas”.
Después, en una universidad de artes liberales católica dirigida por monjas ursulinas,
donde todos debían tomar 24 créditos de filosofía, quisieran o no, conocí a mi primera
profesora de filosofía. Una monja pequeña, de piel oscura y ojos verdes quien me
enseñaba Introducción a la filosofía en primer semestre y Lógica aristotélica, en
segundo semestre. Esta vez, ella era mi heroína. Sus clases eran mis favoritas.
Recuerdo regresar a casa los fines de semana y contarle a mi hermano todo lo que
recordaba que ella nos hubiera dicho. Todos mis años de universidad estuvieron llenos
de filosofía, pero esos cursos eran siempre impartidos por hombres. Entendía muy
poco del discurso tomista, pero comprendía el espíritu de la indagación. Recuerdo a
un profesor en particular, quien parecía estar hablando para sí mismo en lugar de
hablar a la clase mientras caminaba de un lado a otro y ver hacia la ventana,
frecuentemente usando términos que nadie entendía. Pero por alguna extraña razón,
me encantaba ir a las clases de filosofía.
Yo era una excepción y lo sabía. Muchas de mis compañeras de casa (éramos 16
viviendo en una pequeña casa de ladrillos rojos, con una monja Madre cuidándonos)
odiaban la filosofía y entraban en pánico antes de los exámenes. Recuerdo que me
pedían revisar el material con ellas durante la tarde y noche antes de los exámenes
semestrales y finales, así como mi esfuerzo por encontrarles sentido a los libros de
texto cuando nos reuníamos en el baño del tercer piso, donde podíamos fumar a
escondidas. Mucho de lo que yo les decía era probablemente incorrecto, pero cuando
sabes que tus amigas cuentan contigo, tienes que intentarlo al menos. De vez en
cuando, una de las chicas confrontaba mi interpretación y entonces podía haber
diálogo. Pero era muy raro. ¡No tengo idea de cómo fue que aprobamos el curso!
Luego, antes de graduarnos, teníamos que escribir una tesis corta, explicando nuestra
propia filosofía. Recuerdo que me mandaron llamar al Castillo (la residencia del
profesorado religioso) para hablar frente a un Comité de Revisión. En cuanto entré en
el enorme cuarto de techo alto y analicé el semicírculo de ocho monjas sentadas
alrededor de una antigua y gruesa mesa de caoba, me sentí muy pequeña e
insignificante.
“Ann, toma asiento”, dijo la Madre Superiora, indicándome una silla al extremo de la
mesa. “Todos hemos leído tu tesis y la encontramos muy diferente. Debería decir que
es muy original”. La Madre Superiora parecía estar escogiendo sus palabras con
cuidado. “Lo que nos gustaría saber es ¿dónde aprendiste estas cosas? ¿En los cursos
de filosofía que has tomado en la universidad?”
“Sí y no, Madre”, respondí. “La gran cadena del Ser de Lovejoy tuvo un gran impacto
en mí. Y siempre me ha gustado ir a mis clases de filosofía, aunque rara vez entendía
algo. Mi ensayo es un intento de documentar lo que pienso sobre problemas tales
como la naturaleza de la libertad, las personas, el tiempo y el rol del amor en la vida
humana”.
“Oh”, exclamó la Madre Superiora, mientras veía con aire de complicidad a sus
colegas sentados rígidamente alrededor de la mesa. “Bueno, entonces sabes que no
es muy ortodoxa”.
“No, no lo sabía, Madre. Para ser honesta, nunca pensé en ello. Ni siquiera considere
el dogma católico como un criterio para este ensayo filosófico”.
“No lo es, querida. No lo es”.
Había tres muy buenas estudiantes en nuestra clase que siempre preguntaban a los
profesores masculinos las preguntas más maravillosas, pero no estaban en nuestro
dormitorio, o habrían estado ayudando a otras con sus exámenes, como yo. Ellas eran
estudiantes de día. Una vez, una de ellas –la más brillante de todas– le preguntó a
nuestro profesor (a quien yo hallaba imposible de entender): “¿Podría una mujer llegar
a obtener un grado en filosofía?”
“Lo dudo”, respondió rápidamente, “y de hecho no te aconsejaría a ti intentarlo”.
“Bueno, ahí está”, pensé para mis adentros, “Betty es mucho mejor que yo en filosofía.
Nunca tendría una oportunidad”.
El último año fue muy especial. El Padre Deonard vendría desde la Universidad de
Luvain para darnos un curso electivo sobre Karl Jaspers. Un hombre alto y guapo,
ataviado con una sotana dominica, apareció en el campus en septiembre y se presentó
con el estudiantado, así como a su curso.
“Todas son bienvenidas”, dijo con su maravilloso acento. “La filosofía es el derecho de
nacimiento de cada una de ustedes. Yo no enseñaré nada, pero ganarán mucho. Con
suerte, al final del curso, todos nos daremos cuenta de cuánto no sabemos”.
“¿No es genial?”, le susurré a mi compañera de cuarto. “Vamos a levantarnos
temprano y registrarnos inmediatamente después del desayuno”.
“Yo no”, me respondió. “Yo ya sé que no sé nada de filosofía, y no necesito que me
digan lo mismo otro año”.
Tomé el curso de todos modos y disfruté cada minuto del mismo. Cerca de la
graduación, me aventuré a lanzar la pregunta de nuevo. “Padre, ¿usted cree que
nosotros podríamos hacer un posgrado en filosofía?”
Me di cuenta de que estaba pensando mucho en su respuesta porque se tomó su
tiempo en responder y tenía el ceño fruncido. “Yo no lo aconsejaría a nadie como un
camino profesional”, dijo lentamente. “Pero eso no quiere decir que no puedan o no
deban continuar leyendo sobre filosofía y pensar sobre la dimensión filosófica de su
propia experiencia. Y no hay razón para que no deban reunirse con sus amigos para
hablar de tales asuntos de manera informal”.
“Es el fin”, pensé para mis adentros una segunda vez.
Ese mismo año, había estudiado con un sacerdote de La Sorbonne. Nos concentramos
en el Evangelio de San Juan, uno de mis favoritos. Dos noches antes de la última clase
de filosofía en la universidad, dio una pequeña fiesta en su residencia para estudiantes
del último año. Recuerdo que pidió una caja de champán francés para la ocasión.
Cuando entré en la sala, hizo un brindis en mi honor, “A la joven que escribió el
comentario más maravilloso sobre el cuarto evangelio”.
Estaba fascinada. Ahí estaba, ese experto que sabía tanto de filosofía así como de
teología, diciéndome que había hecho un buen trabajo.
“Tal vez debería pedirle su opinión sobre continuar estudiando filosofía”, me dije.
La fiesta estaba particularmente alegre y el Padre era la persona con la que todo el
mundo quería hablar esa noche. Así que me tomó un buen rato poder acercarme a él.
“Padre, ¿qué pensaría si yo continuara estudiando filosofía?”
“No es una buena idea, Ann. Eres buena, bastante buena, pero seamos realistas, eres
una mujer. Y la filosofía es una disciplina de hombres”.
“Tal vez no soy lo suficientemente buena”.
“No eso. Eres mejor que algunos de los hombres que están en ese campo”.
“¿Qué tal teología?”
“Es lo mismo, mi niña”, digo, bajando la cabeza y sacudiéndola de lado a lado.
Estaba paralizada. Aunque el sacerdote no dijera nada inesperado, que lo haya dicho,
me sacudió. Me parecía que para él no había ninguna contradicción en lo que decía.
De hecho, a sus observaciones les siguió un “Bueno, no nos pongamos tan serios esta
noche. Tomemos algo más de champán y disfrutemos. Tú has sido una fuente de
satisfacciones para mí este semestre”. Y luego puso su brazo sobre mis hombros, de
una forma reconfortante. Y estaba segura de que se preocupaba mucho por mí.
Pero todo lo que podía pensar eran seis palabras: “En el principio, estaba la palabra”.
Obviamente, él pensaba que su palabra era para ciertas personas nada más.
Y ¿qué era esa palabra?
Había quienes pensaban que era la verdad, y otros han pensado que era el sentido, o
sea que podría hacer una diferencia significativa en la calidad de nuestra vida diaria y
cómo nos relacionamos con otros y el resto del mundo natural. Pero una cosa es cierta:
¡La palabra no está restringida a los hombres blancos! Es para toda la gente. Eso
incluye negros, chinos, indios, mujeres y niños. Si la filosofía es la búsqueda de la
verdad y/o sentido, entonces todas las mujeres y niños deben tener la misma
oportunidad para hacer filosofía, hacerlo bien y, si así lo quieren, hacerla el centro de
su vida profesional.
Esa opción no estaba abierta para mí. Así que elegí la historia intelectual (al menos al 1
principio). Fue lo más que podía acercarme. Eso fue en 1963. Desde entonces he
tenido algunas otras heroínas también –todas mujeres–: Margaret Fuller, Simone Weil,
Historia de las ideas.
Emma Goldman y Katharine Hepburn. Ninguna era filósofa de profesión, con la
excepción de Weil, quien tenía un grado en filosofía y de hecho enseñó por un tiempo
en un liceo en Francia (tal vez el sacerdote francés pensaba en ella como una especie
de Juana de Arco moderna: una santa más que una mujer). Estas cuatro mujeres que
vivieron la filosofía e hicieron una diferencia significativa en el mundo. Eran buenos
modelos para algunos que, como yo, en 1973 vieron la posibilidad de llevar la filosofía
a los niños del mundo, de tal manera que el silencio y la exclusión que yo experimenté
respecto a la filosofía pudiera ser ya cosa del pasado.
Cuando digo filosofía, me refiero a la búsqueda del autoconocimiento o –mejor aún–
el amor al saber. Implica un buen cuestionamiento, poner atención a los detalles de la
propia experiencia, dialogar con otros, estar abiertos a indagar, reconocer la propia
ignorancia y la voluntad de seguir tales cuestionamientos hasta donde nos lleven.
Dicho proceso a veces es llamado “participar en una comunidad de indagación”.
Involucra al niño en un compromiso creciente de cuidadosa deliberación con otros,
viviendo una vida que es juiciosa, inquisitiva y honesta. También involucra un cuidado
por los procedimientos de indagación, otras personas y todo el entorno natural.
En los últimos veinte años, hemos visto el desarrollo de al menos tres movimientos
intelectuales, filosofía negra, filosofía de las mujeres y Filosofía para niños, que
pretenden hacer las voces silentes sean oídas, para darle a sectores de la población el
incentivo y un espacio para hablar con sus propias palabras, para participar en la
conversación que se está llevando a cabo y que es su derecho de nacimiento (y
podríamos añadir un cuarto movimiento: la filosofía de los derechos de los animales,
que es un esfuerzo de parte nuestra para darle voz a las preocupaciones de los
animales por ellos, para atraer sus intereses y perspectivas a la conversación).
Michael Oakshott, que difícilmente sería un impulsor de cualquiera de estos
movimientos, calificó la situación elocuentemente:
No somos herederos ni de una indagación sobre nosotros mismos y el mundo ni
un cuerpo que acumula conocimiento, sino una conversación que inició en un
bosque primario y extendido, y que se hizo más articulado con el paso de los
siglos. Es una conversación que va tanto en público como dentro de cada uno
de nosotros. Por supuesto, hay discusión e indagación e información, pero
donde sea que estos sean rentables, son considerados pasajes en esta
conversación. La educación, propiamente hablando, entonces es una iniciación
en la habilidad y compañerismo de esta conversación… en la cual aprendemos
a reconocer las voces, a distinguir la ocasión apropiada de su pronunciamiento,
y en la cual adquirimos los hábitos intelectuales y morales apropiados para la
conversación. Y esta es la conversación que, al final, da un lugar y papel a cada
actividad y declaración humanas.
Pero ¿y si hay voces que nunca son escuchadas, señor Oakshott? Cuando ellas
reclamen el derecho de ser escuchadas y el tiempo es el correcto, y finalmente tienen
éxito en su lucha por ser escuchadas, serán parte de la conversación, respondería.
La fe hegeliana que guía a los Oakshotts del mundo me enoja mucho, porque la
filosofía entonces se convierte en una herramienta para justificar el status-quo. Fue
Paulo Freire, al final del espectro político, quien exhortó a toda la gente oprimida a
hacer que sus voces fueran escuchadas, a crear las condiciones que podrían hacer
posible que ellos tomaran parte en la conversación.
En su Pedagogía del oprimido,
describió conmovedoramente qué es pertenecer a una “cultura del silencio”. Los niños
pertenecen a esa cultura. Las mujeres pertenecen a esa cultura. Con frecuencia, los
alcohólicos y drogadictos pertenecen a esa cultura. Tales individuos se ven a sí mismos
como impotentes. Mantienen sus ojos fijos en el piso cuando el poderoso aparece. No
te ven directamente a los ojos. Saben que están fuera de la verdadera conversación, la
conversación que importa. Eliminados del flujo de ideas, esperanza y sueños de
aquellos en el poder, los oprimidos están indefensos para cuestionar las suposiciones o
tener un rol en la definición de los conceptos que afectan su vida.
La filosofía feminista y la filosofía para niños fueron un fenómeno de los sesenta. Uno
podría afirmar que nuestra prontitud para ahora escuchar las voces de los niños
haciendo filosofía fue preparada por la filosofía feminista. Esto no es una forma de
demeritar la originalidad de la filosofía para niños o de decir que es la mera
consecuencia del trabajo de las madres. Si vemos la historia de ambos movimientos,
descubriremos que se desarrollaron simultáneamente. Actualmente, la filosofía
feminista está más desarrollada, más diversificada y más autocrítica: no solo hay
muchas voces feministas defendiendo posturas filosóficas alternas, sino que también
feministas como Jean Grimshaw escriben libros cuestionando las suposiciones de
algunas de las voces más estridentes, más influyentes. Esto es una señal de salud.
La filosofía para niños aún no llega ahí. Pero por otro lado, ha llegado a más individuos
en el mundo. Ha tenido más acceso al sistema educativo donde puede hacer una
diferencia al moldear las actitudes de la siguiente generación. Si es exitosa al entrar en
los centros educativos, en la preparación de los futuros maestros, su alcance será aún
más amplio. Pero esto solo ocurrirá si no se convierte en una disciplina más, otra
colección de información que los niños deben dominar, en lugar de ser presentada
como un vehículo para expresar sus propios puntos de vista del mundo, cómo es y
cómo debería ser.
Aunque una cosa es cierta: No exponer a los niños a la filosofía sería una pena, porque la filosofía
perfecciona lo que es una capacidad natural en las personas. No es como
enseñarles a aprender a tocar el violín. Es enseñar a los niños a usar sus propias
voces.
La filosofía feminista y la filosofía para niños pueden ser vistas como una respuesta a
las tensiones y contradicciones de los sesenta. Como el resto de la historia de la
filosofía, estos dos movimientos deben ser comprendidos en su contexto. En este
caso, el contexto era la guerra de Vietnam, los movimientos estudiantiles, el asesinato
de John F. Kennedy, Bobby Kennedy y Martin Luther King, la invasión a la bahía de
Cochinos, el ascenso de movimientos irracionales desde grupos religiosos al límite del
ocultismo, un movimiento de regreso a la naturaleza y el movimiento por los derechos
civiles. Si la gente negra pudiera hacer que sus voces fueran escuchadas, si la gente
negra pudiera hacer filosofía, tal vez mujeres y niños podrían hacer lo mismo. Tal vez
podrían descubrir lo que tenían para decir y hacer una diferencia en la manera en que
pensamos acerca de los problemas filosóficos. Tal vez podrían plantear nuevos
problemas, problematizar asuntos de maneras innovadoras, y llevar al centro
cuestiones que hasta ahora habían permanecido en la periferia.
Maternar
Ser hijo de dos personas
Lenguaje sexista
Adquisición de una lengua
Aborto
El derecho a una niñez sana
Pornografía
Televisión para niños
Violencia
La ética del castigo físico
Discriminación
Educación obligatoria
Trabajo del hogar
El juego y la realidad de los juguetes
Mujeres y medicina
¿Los hospitales hacen el bien?
El tiempo en la vida de una mujer
el tiempo en la vida de un saqueador de tumbas
Hay un consenso creciente entre los filósofos, en que mucha de la historia de la
filosofía se vería muy distinta si las perspectivas de las mujeres hubieran sido tomadas
en cuenta. La filosofía feminista nos ha ayudado a ver esto. Aunque son diferentes en
muchas formas, la filosofía feminista y la filosofía para niños comparten algunas similitudes. Ambas apuntan a hacer que las voces que no han sido escuchadas, sean
escuchadas. Ambas enfatizan el descubrimiento del sentido y la importancia de
escuchar muchas perspectivas en cuanto a conocer y comprender un problema. Ambas
ponen atención no solo al contenido a discutir, sino a la manera en que hacemos
filosofía y las implicaciones epistemológicas, éticas y políticas de los procesos. En
filosofía para niños, la comunidad de indagación es el ideal pedagógico. En la filosofía
feminista se obtiene algo similar. El énfasis se hace en el trabajo conjunto, construir con
las ideas de otros y animar a cada mujer a hablar con sus propias palabras. Tanto la
filosofía para niños como la filosofía feminista ven al sujeto como relacional y usan la
narrativa como una herramienta esencial al hacer filosofía.
Predigo que pronto los profesionales de la filosofía se darán cuenta de que la historia
de la filosofía podría haber sido muy diferente si las perspectivas de los niños hubieran
sido tomadas en cuenta. En cuanto los filósofos empiecen a escuchar lo que los niños
dicen cuando hacen filosofía con sus pares en el salón de clases, se van a generar
motivos para el desarrollo de otros materiales curriculares, otras narrativas para facilitar
que los niños hablen de sus perspectivas. Más adelante, al escuchar y responder a los
puntos de vista de los niños, los filósofos empezarán a reconsiderar sus propias
posturas. El libro de Barry Curtis, Haciendo filosofía con niños es un augurio de las
maravillosas cosas que están por venir. Pero esto solo ocurrirá si los niños continúan
haciendo filosofía en una forma rigurosa como parte de su experiencia de educación
elemental. En la medida en que los filósofos profesionales puedan ayudar a los niños
(hombres y mujeres) a hablar con su propia palabra, compartir sus teorías filosóficas,
ayudarse mutuamente a dar sentido al mundo, en esa medida contribuirán
de 13 14significativamente a la creciente comprensión de la conversación filosófica y la
evolución de la disciplina de la filosofía misma.
Ann Margaret Sharp
Referencia:
Sharp, Ann Margaret (1989) Women and Children and the Evolution of Philosophy,
Analytic Teaching, Vol. 10, (No. 1), 46-51. https://journal.viterbo.edu/index.php/at/

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